El boxeo es un deporte de
medios pasos y medias pulgadas, de oportunidad, nervio, dolor, resistencia y,
en ocasiones, de suerte. En torno al cuadrilátero central del estadio Garden
Arena, diecinueve mil aficionados al boxeo se levantaron de sus asientos formando
una pendiente en espiral. Estaban demasiado lejos para advertir los centímetros
o cualquier atisbo de suerte. La mayoría de espectadores esperaban,
sencillamente, que un gladiador asesinara a otro. Esta noche, el nervudo Jim
Braddock sería la presa fácil de Gerald «Tuffy» Griffiths, el «terror de
nuestro oeste».
Cuando sonó
la campana metálica que anunciaba el primer asalto, el fornido y bruto
Griffiths salió de su esquina como un ciclón imparable. Debajo de las
abrasadoras luces del estadio, Braddock permaneció firme y derecho para ver
venir a su adversario. Tuffy había llegado a la ciudad con más de cincuenta
victorias seguidas en su haber. La última con un sorprendente knockout en el
primer asalto. El siete-contra-uno Braddock era sólo otro KO de Tuffy. Un chivo
expiatorio. Todo el mundo lo sabía: los promotores, los corredores de apuestas
y los periodistas deportivos. Todos lo sabían menos Braddock y Joe Gould, su
nervioso entrenador de escasa estatura y cara redonda, que se dedicaba a
asestar puñetazos al aire cargado del humo desde el rincón de Jim.
Cuando un
periodista le preguntó a Gould por qué creía que su boxeador valía cinco
centavos, agarró al tipo por la solapa de su americana y le gritó:
—¡Qué sabes
tú de Braddock! ¡Qué! ¿Estabas en ese barrio de Jersey cuando Jimmy no era más
que un flacucho adolescente que obligaba a su hermano mayor, más robusto que él
y poseedor de unos guantes de oro, a tragarse un puñetazo tras otro? ¿Le viste
erigirse sobre cien muchachos para ganar sus propios guantes de oro contra
Frank Zavita, un gigantesco ropero que pesaba veinte kilos más que él? ¿Estabas
conmigo ese día en el gimnasio de Joe Jeannette, cuando ofrecí a un niñato, un
completo desconocido, cinco dólares para ser aplastado por mi máximo peso
welter, sin saber que sería ese muchacho, Jimmy Braddock, quien propinaría la
paliza a mi estrella?
Esa noche,
como todas las demás, Joe Gould estaba en la esquina de Braddock lo suficientemente
cerca para ver los medios pasos y las medias pulgadas. También estaba cerca
para saber que, cuando Tuffy Griffiths emprendió su embestida, Jim estaba
totalmente preparado.
El
contundente gancho de Braddock sorprendió a Griffiths, puesto que envió al
gigante confiado de vuelta a la esquina. Los boxeadores empezaron a dar pasos
hacia delante y hacia atrás, bloqueando el paso, asestando golpes y
contragolpes mientras rebotaban sobre el suelo mullido del cuadrilátero. Cuando
Griffiths vio una entrada, embistió de nuevo a su contrincante. Sus hombros
iniciaron un frenesí de combinaciones de golpes, ganchos y codazos. Eran los
mismos puñetazos que habían acabado con Tony Marullo en Chicago, John Anderson
en Detroit, Jim Mahoney en Sioux City, Jackie Williams en Davenport, e incluso
con Mike McTigue, ex campeón mundial de peso pesado-ligero.
La sangre y
el sudor se deslizaban por la piel y empezaron a empapar las cejas de Jim. Los
ojos le ardían. Los golpes parecían truenos y relámpagos al mismo tiempo;
dejaron expuesto su torso e impactaron contra su cabeza. Pero Braddock no cayó
al suelo, como hicieron los otros adversarios de Griffiths. Jim se quedó de pie
y aguantó la tormenta.
En primera
fila, los periodistas ataviados con canotiés y sombreros de fieltro fumaban
tranquilamente sus puros mientras aporreaban las teclas de sus pesadas máquinas
de escribir. Registraron todos los golpes del primer asalto, y nadie creía que
el boxeador de Nueva Jersey aguantaría un segundo asalto. Pero en el segundo
asalto, Braddock había contrarrestado los golpes de su rival, y en menos de un
minuto detonó un enorme puñetazo: el golpe cruzado de oro de Jim. Griffiths
cayó al suelo. El público se levantó y el barullo fue ensordecedor.
Al contar a
tres, el terror se puso en pie. La cuenta atrás no se detuvo.
Para
entonces, el adrenalínico mundo de Jim se había vuelto totalmente real. Se
produjo una explosión de colores, una alteración de los sonidos y una mayor
toma de conciencia del entorno. Jim tuvo la impresión de que el tiempo se
alargaba, como siempre ocurre en los buenos boxeadores, y que se detenía en
episodios de especial violencia. Dentro del cuadrilátero, el más leve
movimiento del brazo de su oponente parecía mayor que una ola oceánica.
Jim se
olvidó de todo: de los chillidos desgarradores de la multitud, de las miradas
de desprecio de los periodistas deportivos, del intenso dolor de su tobillo, y
de los gritos histéricos procedentes de su esquina. Braddock sólo sabía que
ésta era la única oportunidad para acabar con el gran Griffiths. Levantó el
puño derecho, y golpeó. Tuffy se tambaleó.
—Uno… dos…
tres… cuatro…
Con la
mirada vidriosa, Griffiths se levantó una vez más antes de acabar la cuenta atrás.
Braddock
estaba preparado. Se acercó a su oponente de un salto y asestó un bombardeo de
golpes al rostro de Tuffy. Los músculos del hombro, empapados en sudor, estaban
tensados. La piel del guante impactó a toda velocidad, después llegaron los
ganchos, los golpes cruzados, y el famoso derechazo de Braddock por última vez,
destrozando la barbilla de Griffiths como si fuera un tren de mercancías
irlandés. La mandíbula de Tuffy se desencajó formando un ángulo imposible, y
sus ojos se pusieron en blanco. Como si de un barco torpedeado se tratara,
Griffiths cayó nuevamente sobre el plástico del cuadrilátero. Al contar a tres,
Tuffy intentó levantarse con las piernas flexionadas. Se tambaleó sin que
Braddock le diera otro puñetazo; acto seguido, cayó al suelo por última vez.
—Y desde el
gran estado de Nueva Jersey, por un knockout técnico, el ganador de esta noche
en categoría de peso pesado-ligero es… ¡Jim Braddock!
El grito
del presentador puso en pie a toda la audiencia. El chico de la ciudad lo había
conseguido, y sólo a poca distancia del edificio de Hell’s Kitchen en el que había
nacido. Mientras le goteaba el sudor de su mata de pelo moreno, Braddock
levantó su puño en el aire cargado de humo, como si su voluminoso guante de
cuero quisiera amenazar con abatir al techo alto y apuntalado con vigas de
acero. Con una explosión de gritos, miles de aficionados enloquecidos aclamaron
al «Bulldog de Bergen».
Jim estudió
los rostros retorcidos que chillaban: oficinistas y hombres de negocios
vestidos con sus trajes con armilla y alfileres de corbata de diamantes;
fulanas y mujeres ordinarias ataviadas con abrigos de piel de zorro y el pelo
muy corto. Era viernes por la noche, el mundo estaba de fiesta, y la victoria
del Jim de Jersey era un motivo más de celebración.
Griffiths
era el decimoctavo knockout de Jim desde que se dedicó profesionalmente al
boxeo en 1926. Era su vigésimo séptima victoria. Así era cómo Braddock quería
verse a sí mismo: como un ganador, no como un niño que abandonó la escuela
católica por mal estudiante o como un gamberro limpiabarros; tampoco quería
verse como mensajero de Western Union, como operario de imprenta o chico de los
recados de una fábrica de sedas. Esta noche, esas vidas anteriores se habían
evaporado de la memoria de Jim como si fueran piel muerta.
Braddock
sabía que los promotores habían depositado muchas esperanzas en el gran debut
de Griffiths en el Este. La victoria en el Garden, la meca del boxeo, lanzaría
el nombre de Braddock a los titulares de los periódicos de todo el país y, si
los hombres adecuados lo decían, sería el favorito del campeonato de los pesos
pesados. En ese caso, Jim sería más que un ganador. Estaría en camino de llegar
al mismo nivel que Gene Tunney y Jack Dempsey, de convertirse en lo que todo
boxeador soñaba, lo que todo hombre de sangre caliente respetaba: el campeón
absoluto.
Dentro del
cuadrilátero, numerosas manos palpaban el hombro de Braddock, y después vino la
habitual sacudida. Joe Gould había salido de su esquina con un grito
monumental, precipitándose hacia la espalda de Jim como si fuera uno de sus
hijos. Empapado en sudor, parecía que había sido Joe el luchador, en lugar de
Jim. Dando un salto, abrazó al boxeador por el cuello. La jugada no había
durado más de cinco minutos. Sin embargo, a los dos les había parecido larga y
pesada. Con ojos rápidos y brillantes, el entrenador se unió a los gritos y los
silbidos de la multitud, miró fijamente a su boxeador, y le obsequió con una
amplia sonrisa. A modo de respuesta, los labios de Jim se movieron
imperceptiblemente.
Volverse
contra alguien a quien puedes ver era, para Jim Braddock, la definición del
boxeo: el derecho a dar tanto como se recibía. Esta noche, el perdedor les
había dejado en evidencia. «El majo de Jim», ese tipo tan simpático y humilde…
el vencedor.
En la calle
repleta de gente, un desfile de taxis ya se había llevado a casi todos los
espectadores hacia Times Square, con sus music halls, espectáculos burlescos y
los cinematógrafos. O bien subían hasta los garitos de jazz de Harlem, el
Cotton Club y el Paradise. Un centenar de personas todavía permanecía
congregado junto a la salida de emergencia en la entrada lateral del Garden,
donde un letrero luminoso anunciaba el combate entre el muchacho de Jersey y
Tuffy, nuestro Terror del Oeste.
La puerta
se abrió de par en par contra la nítida pared de ladrillos, lo cual formó una
nube de humo de color gris perla. Se encendió la luz de una bombilla que
iluminó por un instante al esbelto boxeador de metro noventa y a su barrigudo
entrenador fumador de puros cuando éstos se disponían a salir de la estancia y
abrirse paso entre un corrillo de entusiastas aficionados pulcramente vestidos.
El viento
de noviembre que soplaba desde el río Hudson, a unas cuantas manzanas de
distancia, era gélido; sin embargo, los músculos de Braddock todavía estaban en
forma después de su victoria a dos asaltos. Jim asintió con la cabeza ante los
abrigos de sastre y las estolas de visón que hacían cola para entrar en el
estadio. Reconoció a algunos de los clientes asiduos de los combates de Newark
y Jersey City: unos aficionados leales que habían cruzado el río para venir
hasta aquí.
—Da unos
cuantos, para que luego tengan ganas de más —decía Gould con voz ronca a su
boxeador. La voz del entrenador era, por lo general, aguda y resonante, pero
después de un combate se quedaba afónico durante varios días.
—¿También
quieres apostar por mí? —bromeó Braddock mientras se detenía delante de una
mujer vestida con un abrigo largo de puños y cuello de piel de conejo. Extendió
su programa del combate.
—Si al
menos lo leyeran —comentó Gould.
—Dáselo a
la voz de la experiencia de ahí.
La mujer
parecía perpleja. Era evidente que no sabía reaccionar ante los hombres
ocurrentes. Jim esbozó una cálida sonrisa y aceptó el programa.
—No estoy
seguro de que sepa escribir.
Cuando los
aficionados vieron que Jim se paraba para firmar autógrafos, se acercaron a su
ídolo. Le entregaron programas, páginas de revistas deportivas, fotografías en
las que posaba Braddock y guantes de boxeo. Era el marqués de Queensbury de
camino a Newark.
Jim firmó y
suspiró.
—Le has
dado una buena paliza, Jim —gritó un tipo desde atrás.
—¡Vamos,
Braddock!
Los ojos
marrones de Jim no cesaban de ir de un lado para otro. Sentía aprecio hacia
todas esas personas, especialmente por el hecho de que le quisiera tanto. Una
joven morena y esbelta captó su atención: era ágil, delgada, muy alta, y
esbozaba una tenue sonrisa de rompecorazones. Abrió su abrigo y lo cogió por un
costado. Su falda de vuelo se levantó como si fuera un telón de Broadway,
dejando entrever unas piernas largas enfundadas en unas medias blancas y ligas
azules. Luego recibió un atisbo de promesa, una invitación a la desnudez en una
actuación que no podía perderse.
Jim sonrió,
y luego negó con la cabeza. Tenía que concentrarse en sus asuntos.
—¡Eh!
Algunos ganan, algunos pierden, ¿eh, Johnston?
El vozarrón
de su entrenador obligó a Jim a levantar la vista. ¿Con quién se estaría
metiendo Gould? Por la humeante puerta trasera apareció un hombretón, Jimmy Johnston,
el promotor de boxeo del Garden. Medía y pesaba casi el doble que Gould, y le
superaba en muchos aspectos.
Nadie podía
entrar en el Garden sin permiso de Johnston. Los hombres como él y Tex Rickard,
el cerebro de la primera taquilla de un millón de dólares, trataba a los
boxeadores como si fueran bolos. La estrella de Griffiths había ido en ascenso,
aunque él debería haber apostado por Braddock. Eso era lo que todos los
corredores habían predicho, y eso era lo que Johnston quería.
Braddock ni
siquiera fue considerado para el combate con Gerald Griffiths hasta un mes
antes. Pete Latzo, el ex campeón de peso welter, era el hombre que un principio
debía enfrentarse a Tuffy. Jim Braddock había sido seleccionado para calentar a
Latzo. Pero Braddock destrozó la mandíbula de Latzo en un asalto de Newark y
los médicos tuvieron que utilizar más de tres metros de cable para componer el
rostro del boxeador herido. En un abrir y cerrar de ojos, Latzo descubrió que
tenía que comer con pajita, y por tanto Griffiths no tenía contrincante para su
siguiente combate.
Evidentemente,
todos creían que Braddock iba a ser un corderito a sacrificar, pero al final
fue Griffiths quien recibió la paliza. Ahora, Jimmy Johnston vestía un traje
importado de seda y su rostro era el de un perdedor.
Braddock ya
conocía esa mirada en los hombres que había derribado. También la había
presenciado en otro tipo de hombres. Tipos de la edad de su padre que
trabajaban en empleos de adolescente a los que Jim también se había dedicado.
Era una mirada que reflejaba una derrota que no deseaba ser reconocida, aunque
desde luego se notaba. Era una auténtica máscara de orgullo que no podía
disfrazar la vergüenza de ser considerado un perdedor. Braddock jamás se había
visto reflejado de ese modo delante de un espejo, y estaba seguro de que eso
nunca cambiaría. Jim no era un hombre rencoroso, y no tenía ninguna intención
de convertirse en un ganador antipático.
Jim se dio
la vuelta y asió a su entrenador por la manga.
—Déjalo.
Gould
asintió con la cabeza en un gesto de aceptación. Luego, continuó hablando.
—Aunque
tienes que imaginarte a este tipo, tienes que pensar en que quizá te quedas
detrás de los tipos que no te convienen. —El entrenador menudo ya se estaba
enfrentando oficialmente con el enorme traje.
—Lo que
quería Griffiths era seis contra uno y, claro, pesa dos kilos más que mi chico
según esa balanza tuya, luego un gancho, un golpe cruzado…
—En
realidad, fue un gancho, otro gancho, un golpe cruzado —corrigió Braddock. No
le gustaba ver a Gould pelearse con un hombre tan influyente como Johnston,
aunque no podía permitir que su entrenador se enfrentara solo al promotor. En
los últimos tres años, Gould había acompañado a Braddock en todos los combates,
había lidiado con los periodistas deportivos y alabado los logros de Jim. Lo
menos que podía hacer el boxeador era defender a su amigo.
—¡Gancho,
gancho, golpe cruzado! —repitió el entrenador mientras movía sus cortos brazos
con las caderas; daba puñetazos en el aire como solía hacer cuando Braddock
estaba en el cuadrilátero—. Tu chico oyó los silbatos de victoria. Demonios, yo
pude oírlos. ¿Y tú, Jimmy?
—Algo oí.
—De modo
que, quizá, nadie esté siendo un inútil, ¿verdad, Johnston?
Braddock
odiaba esa palabra, porque ya la había oído antes. Algunos periodistas decían
que sus primeros knockouts no tenían mérito por ser fáciles. ¿Qué sacó Jim de
todo ello? Después del combate de esa noche… después de Griffiths… ¿qué podía
decir Johnston? ¿Qué podían decir los demás?
Gould ladeó
la cabeza y clavó la vista en el promotor. Johnston aguantó la mirada de Gould.
El intercambio duró un buen rato, y la adrenalina subió a límites
insospechados. Era como un combate, pensó Jim, donde un segundo se convertía en
un minuto y un minuto en una hora; y cuando estabas recibiendo ganchos, un
asalto de tres minutos podía durar eternamente. Al final, Johnston se dio la
vuelta y se dirigió al coche que le estaba esperando.
—KO
—comentó Gould a Braddock con una sonrisa.
Jim entornó
los ojos. No importaba que el combate con Griffiths hubiera terminado, él sabía
lo que había conseguido.
—Gané en un
knockout, Joe.
El
entrenador sonrió.
—Tú no. Yo.
Braddock
negó con la cabeza. Los aficionados le llamaban el Bulldog de Bergen, pero era
su entrenador quien merecía el título. Después de tantos años con Gould, Jim
sólo sabía una cosa: su menudo, obstinado y gruñón entrenador era incapaz de
cerrar la boca.
—Llamaré a
un taxi.
—Un taxi,
James. —Gould señaló hacia la acera donde esperaba una larga limusina Cadillac
Imperial de 1928. Tenía el techo de cuero, y un parachoques y un estribo
brillantes. Braddock levantó las cejas. Sabía que a su entrenador le encantaban
los trajes de color beige, los puros caros, y los restaurantes de lujo, algo
que siempre justificaba con su expresión «hay que guardar las apariencias».
Pero la limusina era demasiado.
—Jimmy
—interrumpió Gould mientras hacía señas al boxeador para que entrara en el
vehículo—. Tenemos que hablar.
Un chofer
uniformado abrió la puerta trasera. Gould asintió al conductor y entró en la
limusina. Braddock hizo lo mismo que su entrenador. El coche arrancó, y
Braddock se acomodó en un asiento con los respaldos más altos que el sofá de su
comedor y una piel más suave que su par de guantes más viejo. Parecía haber
espacio suficiente para un equipo de béisbol entero, pensó Jim, así como unos
detalles tan pulidos que Braddock pudo ver su ancha nariz, su anguloso rostro
irlandés y sus joviales ojos reflejados en ellos.
Gould
sonrió entre dientes.
—Así me
gusta.
Braddock
miró por la oscura ventana del coche.
—No, seguro
que la pifias.
—Son diez,
una hilera de diez —replicó Gould mientras sacaba una pequeña bolsa marrón de
un bolsillo de piel en la puerta de la limusina—. Diez en una hilera maldita.
Jim se
permitió una tímida sonrisa. A los aficionados les encantaban los knockouts
como los de esta noche, y Gould lo sabía. Evidentemente, Jim podía mostrarse
más hábil que su contrincante durante todo el combate, convertirlo en una
simple bailarina, aunque su contundente golpe cruzado con la derecha y sus
ganchos eran lo que levantaba al público de sus asientos y lo que generaba
dinero. Jim había aprendido rápidamente que complacer al público era lo que
deseaban los promotores para ganar dinero. Por tanto, sólo a los boxeadores que
eran capaces de generarlo se les tomaba en serio.
Gould cogió
una copa de una bandeja dorada y abrió la bolsa marrón. Se sirvió un whisky en
silencio, sin molestarse en ofrecer una copa a Jim, sabía que Braddock la rechazaría,
como siempre. No tenía nada que ver con la Ley Seca de Volstead, aunque tampoco
era abstemio, como el actual campeón de peso pesado, Gene Tunney. Braddock
tomaba de vez en cuando un vaso de cerveza o de vino. Pero se abstenía de tomar
licores fuertes.
Braddock
observó cómo su entrenador se tomaba la bebida, y esperó un buen rato. Al final,
se echó a reír.
—¿Qué?
—preguntó Gould.
—Me
divierte pensar cuánto tiempo puedes mantener la boca cerrada, eso es todo.
Gould le
lanzó una mirada de irritación.
Se oyeron
varios toques de claxon, y Jim se inclinó hacia delante por curiosidad. El
conductor estaba intentando abrirse paso por un congestionado cruce. El
semáforo estaba verde, pero un grupito de jóvenes que iban de fiesta con sus
sombreros de fieltro, abrigos largos y pieles, cruzaron en rojo. Mientras los
coches protestaban, una joven sonriente y de mejillas sonrosadas ataviada con
una marta cebellina empezó a bailar el charlestón en medio de la congestionada
avenida.
Mientras el
conductor se abría paso entre la caótica situación, Jim advirtió que estaban
pasando por delante del famoso Club 21, un restaurante y dos bares llenos de
clientes. Braddock nunca había estado en su interior, pero Gould sí. En una
ocasión, le contó a Jim que los propietarios habían creado una especie de
tobogán para arrojar botellas. Incluso la esposa de Braddock, Mae, sabía esta
información por las columnas de sociedad de los periódicos.
—Detrás de
veintiuna puertas —leyó Mae una mañana con voz juguetona— varias jóvenes y
hermosas herederas, la inteligencia de Wall Street, Broadway y Fashion Avenue,
se dan cita a todas horas para discutir las noticias de la ciudad. La taberna
clandestina se ha convertido en la cafetería de nuestra época.
En una
ocasión, un policía aficionado al boxeo le contó a Braddock que, desde la Ley
Seca, hacía ya nueve años, se habían abierto treinta mil bares ilegales en
Manhattan. A juzgar por el modo en que los borrachos interrumpían el tráfico,
Braddock llegó a la conclusión de que ese cálculo era muy ajustado.
—Te vuelves
más fuerte con cada pelea —comentó Gould mientras movía su copa de whisky—. Es
lo que estoy viendo.
Braddock se
recostó en su asiento. El tono de voz de Gould era serio, aunque Jimmy seguía
imperturbable.
—Así pues,
no estás ciego.
Gould sabía
perfectamente que Jimmy había trabajado muy duro para obtener la victoria de
esta noche. Antes de soñar siquiera con pelear en el Garden, antes de que Jim
pasara a la categoría profesional, había luchado en más de cien combates y
obtenido los títulos amateur de peso pesado-ligero y de peso pesado. Los dos en
la misma noche.
—Seguramente
te sientes más cómodo con tu derecha, pero no te dejas avasallar por el pánico
escénico —continuó Gould—. Jamás te han derribado.
Braddock
apoyó el peso de su cuerpo en el otro costado. Le dolía no saber pegar con la
izquierda, pero prefirió no pensar en ello. A fin de cuentas, no había sido un
dato relevante para esta noche. Tal como dijo Gould, jamás había sido derribado
y, según él, jamás le derribarían. Gould se acercó y se sacó el puro de la
boca. Después pronunció unas palabras con un tono de voz muy serio.
—Jimmy,
ahora estás en el punto de mira.
Braddock
asintió con la cabeza, y no pudo evitar sentir un escalofrío. Miró por la
ventana por un instante, vio su reflejo en el cristal oscuro. Se sentía seguro
y preparado. Todo iría bien.
En el
exterior, las calles abarrotadas de gente quedaban atrás, y las
resplandecientes luces de la ciudad bañaban a los corredores de apuestas en una
luz dorada.
Las
marquesinas de los teatros brillaban intensamente, como si su resplandor
quisiera acabar de una vez por todas con la oscuridad. Era como si el Strand,
la embajada y el Globe Ziegfeld Follies pidieran a gritos: «¿Quién necesita el
sol?».
Junto a la
limusina se colocó un coche de lujo. En su interior, dos jóvenes bien vestidos
reían y brindaban. Parecían niños jugando con sus bebidas y fumando puros
enormes. Estaban por encima de todo el mundo y… ¿por qué no?, pensó Braddock.
Era el quinto año consecutivo de expansión económica. Todo subía, incluidas las
acciones y los rascacielos. El mercado también ascendía y registraba nuevos
récords cada mes. Todo el mundo parecía enriquecerse. Braddock y Joe también
querían ser ricos, de manera que movieron su dinero. Juntos, invirtieron en una
empresa de taxis, y Jim estaba seguro de que con sus operaciones se harían
ricos.
Jim creía
que era tanto un ganador en el cuadrilátero como en el mercado. Además, estaba
llegando a lo más alto de su carrera. Si Gould escogía bien a los promotores y
los combates, Jim sólo tendría que derrotar a todos sus adversarios y convertirse
así en el campeón mundial de los pesos pesados.
—Tenemos
que hacerte más visible —dijo Gould—. Satchmo va a jugar en el Savoy. Y luego
está ese nuevo estadio al norte de la ciudad.
Por esa
razón, pensó Jim, el conductor ha girado en dirección norte. Gould intentaba
dirigir el trayecto, dejar a Jim entre la multitud una vez más. Braddock tenía
la esperanza de ser el primer pasajero en cruzar el puente George Washington.
Sin embargo, el puente seguía en construcción. Jim era un padre y un marido que
no asistía a ninguna fiesta sin su esposa.
Braddock
miró a Gould de la forma habitual.
—Vamos a
casa, Joe.
Gould
acostumbraba a replicarle, aunque esta vez, Braddock le derribó con un gancho.
—He dicho
que a casa.
Con
habitual resignación, Gould negó con la cabeza. Mientras se inclinaba hacia
delante, habló al conductor.
—Jersey,
Frank.
El coche
dio media vuelta y se dirigió hacia el túnel Holland, todo un logro de la
ingeniería que había sido inaugurado el año anterior y que pasó a ser el primer
puente bajo el agua del mundo por el que circulaban vehículos. Joe adoraba la
ciudad por este tipo de cosas. Al igual que un boxeador, nunca se quedaba
quieta. Atravesaba la tierra con sus ganchos para salirse con la suya.
Los padres
de Jim habían logrado algo parecido. Empezaron por un lado del océano y
acabaron en otro, y también cruzaron el Atlántico con la esperanza de forjarse
un futuro. Cuando Jim nació, Joseph Braddock y Elizabeth O’Toole Braddock
cruzaron las aguas por el mismo motivo. Tenían seis niños y dos niñas, y
viajaron por el Hudson para afincarse al oeste de Nueva York, en Nueva Jersey,
anteriormente conocida como Bergen Hills. La pacífica ciudad residencial en la
que no faltaban iglesias, tiendas, casitas, ni las ocasionales afloraciones de
rocas prehistóricas se parecía bastante al país de origen de los padres de Jim,
mucho más que a las aceras atestadas de gente de la calle 551 Oeste con la
Cuarenta y ocho.
En Jersey,
Jim se había criado como el típico niño americano. Jugaba a las canicas, al
béisbol, y se bañaba en la vieja piscina a orillas del río Hudson o debajo del
puente del río Hackensack. Soportó sus años de estudio en la escuela parroquial
de Saint Joseph, en la que una clase de treinta y cinco niños se peleaba
constantemente con él. Su peor enemigo fue un niño con su mismo nombre. Jim y
Jimmy se habían peleado en más de treinta ocasiones. El mejor amigo de
Braddock, Marty McGann, se encargaba de guardarle el abrigo y de contar los
golpes. Jim ganaba algunas veces, y en otras perdía, pero la pelea nunca le
dejaba indiferente.
Otro amigo
suyo, Elmer, fue el primer knockout de Braddock. Una discusión sobre canicas
desembocó en una pelea entre Jim y Elmer. Los niños del colegio corrieron para
no perderse ni un detalle de la pelea. De pronto, Jim asestó un magnífico
derechazo a la mejilla de su contrincante. El niño cayó al suelo como si lo
hubieran partido por la mitad; luego, su cabeza impactó contra el bordillo de
la acera y quedó inconsciente.
—¡Elmer ha
muerto! —gritaron algunos niños; Jim se quedó paralizado.
Vino el
médico y Elmer volvió a levantase, pero entre tanto, Jim pasó por un infierno.
Jamás sintió demasiado entusiasmo por los estudios: libros, matemáticas,
historia… nada de ello le interesaba. Por tanto, meses después del accidente de
Elmer, Braddock abandonó sus estudios para bien.
A los
catorce años empezó a trabajar en una serie de empleos no cualificados.
Mientras tanto, su hermano mayor, Joe, había empezado a boxear y pasó de un
campeonato amateur de peso welter a la liga profesional. Un día, él y Jimmy se
pelearon. Empezaron a darse puñetazos y, para asombro de todos los testigos
(incluido Jimmy), el delgaducho hermano pequeño pudo con el mayor. Fue la
primera vez en que Jim tuvo plena conciencia de que podía ser un ganador.
Posteriormente,
la noche del 27 de noviembre de 1923, a los diecisiete años de edad, subió al
cuadrilátero de Grantwood, Nueva Jersey, con el alias de Jimmy Ryan. El apodo
era imprescindible por dos motivos. Su hermano Joe firmó con el apellido
Braddock esa noche y Jimmy cobró, por entrar en el combate, un total de tres
dólares. Jim Braddock quería una oportunidad para darse a conocer, pero sabía
que luchar en un combate profesional le impediría seguir luchando como amateur.
De este modo, para evitar que las autoridades del boxeo amateur del estado de Nueva
Jersey descubrieran quién era, utilizó un apodo.
El
contrincante de Jim esa noche fue Tommy Hummell, un miembro del departamento de
policía de Ford Lee. Durante el encuentro, los dos boxeadores cayeron al suelo
en más de una ocasión, aunque los dos se levantaron. Los periódicos relataron
el combate y lo calificaron del mejor que habían visto esa noche, lo cual era
una magnífica noticia para un joven boxeador que acababa de disputar su primer
combate profesional.
En esa
época, Braddock vivía en Newark, Nueva Jersey, la ciudad más importante del
estado, con un distrito comercial en ciernes, zonas verdes y vecinos que vivían
en edificios levantados en tiempos de la Guerra de la Independencia. Al oeste,
los bosques ligeramente ondulantes de las montañas Watchung daban a un centro
urbano de rascacielos construido entre los restos de una antigua ciudad
costera. Hacia el este, la ciudad daba a unas lúgubres planicies del río
Hacksack. Desde los edificios más altos, se veía la ciudad de Jersey y la de
Nueva York. La zona industrial también quedaba en el este, donde los camiones
de mercancías iban de los muelles de Port Newark hasta las grandes fábricas,
las centrales eléctricas, los vertederos de basura, o los barrios más pobres de
Newark.
Braddock y
su familia vivían lejos de esas zonas industriales. Su última residencia se
ubicaba en un antiguo y tranquilo barrio al norte del centro de la ciudad,
donde las casas victorianas y las coloniales ocupaban grandes y cuidadas
extensiones de tierra.
Mientras
Frank, el conductor de la limusina, torcía por la avenida bordeada de árboles
en la que vivía Braddock, Gould metió la mano en su bolsillo y sacó un fajo de
billetes.
—Tenemos
ochocientos ochenta y seis para Jeannette —dijo mientras contaba los billetes
de Joe Jeannette, el ex peso pesado que había abierto un gimnasio en Union City
de Summit Avenue, el lugar donde Braddock se entrenaba y donde él y Joe Gould
se conocieron—. Doscientos sesenta y cuatro para los chicos de los cubos;
trescientos para la tasa del cuadrilátero; mis dos mil, seiscientos cincuenta y
ocho, y tus tres mil, doscientos cuarenta y cuatro que serán ocho mil, ochocientos
sesenta dólares.
Gould
entregó a Jim la parte del dinero que le correspondía.
—¿Quieres
entrar a tomar algo? —ofreció Braddock mientras el coche se acercaba a una casa
blanca de estilo colonial—. A los niños les encantará verte.
Gould se
detuvo por un instante.
—¿Sigues
casado con la misma mujer?
Braddock
esbozó una tímida sonrisa.
—Al menos,
lo estaba esta mañana.
Gould
mordisqueó su puro.
—Quizás
otro día. Dile que el gimnasio no nos ha salido caro y que no pagué por las
toallas. ¿Se lo dirás?
—Claro.
Mientras Braddock
salía de la limusina, se mordió los labios para evitar reírse. El intrépido de
Joe sabía lidiar con los tipos más duros del boxeo, pero cuando tenía que
tratar con la obstinada mujer de Braddock, se volvía un blando. Ahí estaba
Braddock, observando a la limusina alejarse a toda velocidad, pensando en cómo
Mae sacaba a Gould de sus casillas. Pero Braddock no podía culparle por eso.
Jim se
dirigió hacia su casa y encontró la puerta principal abierta de par en par.
Bañada en el dorado resplandor de la luz del vestíbulo había una mujer
demasiado encantadora para ser la esposa de cualquier hombre, y menos aún de un
grandote y cortado bastardo como él.
Braddock se
sintió atraído por Mae Theresa Fox desde el preciso instante en que se
conocieron. Fue el único momento de su carrera en que pudieron con él, aunque
en este caso no le importaba. Él se acercó a Mae, y su mirada recorrió su pelo
castaño y sus ligeras curvas, discretamente enfundadas en un vestido floreado
con un cuello de puntilla, como si fuera un regalo especialmente envuelto para
él, una caja con un delicado lazo que sólo su marido podía abrir. Él entendió
la seriedad de su rostro así como sus ojos abiertos, llenos de una inusual
combinación de deseo y sensibilidad. En lo más profundo de su cuerpo, Jim
sintió la misma emoción, un impulso de tocarla que era más poderoso que la
necesidad de respirar…